Érase una vez unas gotas de agua que flotaban en el océano, un entorno grandioso y maravilloso. Entre ellas había una familia muy grande de gotas que al vivir en las profundidades siempre estaban en calma absoluta. Más arriba se notaban olas y tempestades y gotas de cada familia antes o después tenían que subir y experimentar algo nuevo y apasionante, aunque desconocido. Su mundo era ilimitado, sin bordes, infinito.

Las gotas más viejas tenían como una bufanda blanca y salada, pero había también gotas más jóvenes completamente azules. La más gamberra de la familia se llamaba Gotita y como las demás disfrutaba mucho del silencio, la paz, la armonía de las profundidades. Sus hermanas se llamaban Marina, Salina, Azulina, Coralina, Espumita, Brillita, … y se conocían desde siempre. Todos se sentían parte de la misma tribu oceánica.

Pero un día una olas muy grandes hicieron subir a Gotita, Coralina y Azulina hasta la superficie y de golpe se sintieron volar hacía el cielo: de repente Gotita empezó a flotar en una nube preciosa, junto con otras. Se sentía rara, en una forma transparente y estuvo vagando por el cielo si saber bien que estaba pasando: el viento la movía de un lado a otro con mucho ruido, hasta que un día se sintió caer y acabó en la cima de una montaña.

En el viaje había perdido su bufanda blanca y sentía mucho frío, como nunca antes. Ahora estaba con otras gotas en una especie de manta blanca y oía alrededor a muchos nuevos personajes que llamaban “niños” que se referían a ella como nieve, jugando muy felices, hasta que se durmió plácidamente.

Pasó un invierno entero y cuando despertó ya no se acordaba de quien era, que tenía hermanas y que venían del grande océano. Al llegar la primavera empezó a deslizarse lentamente cuesta abajo en un caminito estrecho y frío pero lleno de nuevos amigos que se llamaban “peces”. Se sintió reconfortada al hacer el nuevo viaje acompañada por unos seres que de noche soñaba y le recordaban algo muy familiar. Cosas del frío, pensaba.

El más divertido era Rioleta, una trucha muy joven y juguetona, pero también estaban Burbulín, Pezoro, Chispa, Nadín y Flopi,  un salmón que iba siempre en sentido contrario. ¡“Algún día te pondrán una multa Flopi”!

El descenso a veces era más rápido y Gotita pasaba un poco de miedo, pero siempre encontraba a nuevos amigos, sobre todo cuando el camino se detenía.

Un día llegó a una balsa donde habitaba una familia de castores: Tallo era el papá, Dentina la mamá y tenían a 3 pequeñines muy simpáticos: Tronqui, Maderín y Chipi. Los padres eran ingenieros y habían construido una especie de dique donde Gotita disfrutaba mucho.

Tronqui era el más simpático y a veces se duchaba con ella encima, jugando y dando saltos.

Una noche una ríada enorme abrió una brecha en el dique y Gotita emprendió otra vez su viaje hacia abajo: esta vez el camino fue más largo, el río más ancho, pero se sentía segura al tener ya experiencia de tanto bajar.

Ahora era una gota azul, hablaba el idioma de los peces, las aves, las libélulas y de todos los seres que vivían en su nueva casa, que todo el mundo llamaba río. Se sentía muy orgullosa y había olvidado completamente de dónde venía.

Su nueva casa era un embalse artificial, donde pasaban muchas cosas y hasta se bañaban lo que sus amigos los peces llamaban personas. Conoció a vacas y caballos que venían a beber y escuchaba todo tipo de cuentos e historias sobre el río.

Después de un tiempo el río y sus meandros, las balsas, un contorno muy definido, eran la única casa que recordaba y le daban mucha seguridad y confianza: hizo otras amigas gotas y vivió mucho tiempo muy feliz. 

Pero una noche, oyó un estruendo muy fuerte: por algún motivo desconocido se sintió otra vez caer pero esta vez era mucho más rápido, desde una altura muy grande y sintió miedo de verdad. Al pasar más cerca vio unas enormes turbinas, un señor con barba que había abierto el dique. Vaya, pensó: a ver en que embalse acabaré ahora.

El problema era que bajaba cada vez más de prisa y el margen del río se ensanchaba cada vez más: al final deslumbró algo desconocido, una masa inmensa de agua que no había visto nunca.

Lo bueno era que Flopi, el salmón amigo que viajaba con ella, la tranquilizó mucho y le dijo de no preocuparse que, aunque no lo parecía, estaba volviendo a casa.

En efecto a mano que entraba en esta inmensa masa liquida empezó a recordar quien era, el océano, reconoció a Marina, Salina y Brillita que le dieron la bienvenida, muy felices de volver a verla. Hasta Coralina y Azulina la estaban esperando: se reían de ella porqué había perdido su bufanda y en seguida le dieron una, para que se sintiera como las demás.

Se contaron sus aventuras y allí se quedó con sus amigas nuevas y viejas, en su casa, donde siempre perteneció, con bufanda salada o sin ella.